Contra posturas tradicionales.

Tenía interés por escuchar la conversación sobre “Educación y enseñanza. En defensa de la transmisión de conocimientos” de ayer 2 de junio. Desde el comienzo de la misma, el territorio por el que se moverían los invitados quedó claramente delimitado: Alicia Delibes, José Aguilar, Ricardo Moreno y @profesoratticus representaban a ese sector de profesionales que reclama el papel central del profesor ”qué es eso de que la enseñanza se centre en el alumno”, decía uno de los asistentes; que antepone el esfuerzo y la disciplina como factores indispensables para el éxito educativo; que no entiende cómo se puede atacar a la memoria y que defiende los contenidos de cada asignatura como el elemento indispensable sobre el que debe pivotar la enseñanza.

Esta defensa de lo tradicional, creo, se construyó con pocos argumentos; más bien su estrategia fue la crítica sin fisuras de muchos de los elementos que han ido apareciendo en el contexto educativo desde la LOGSE, origen de la mayoría de los males. Así, fueron identificando las piezas que tanto mal han hecho a la enseñanza: una jerga inventada bañada de eufemismos, metodologías poco eficaces, teorías de pedagogos que nunca han pisado un aula, orientadores a los que no encuentran un papel en los centros, relaciones afectivas que se alejan de los contenidos o padres entrometidos que se atreven a hablar de educación, y que tiene como resultado un gran número de alumnos que van pasando de cursos sin apenas saber nada.

Por momentos, sentí que representaban a ese grupo de profesores para los que cualquier tiempo pasado fue mejor, que no se han adaptado a una nueva forma de enseñar porque la enseñanza es algo muy sencillo donde, desde siempre, el profesor enseña y el alumno aprende, sin más. Creo que la media de espectadores viendo el debate fue de unos 150-160, por lo que a lo mejor este sector va perdiendo protagonismo.

Personalmente, no comparto todas esas tendencias que desde hace unos años van impregnando de cambios la enseñanza, pero tampoco caigo en la descalificación sistemática de cualquier propuesta novedosa solo por serlo. La jerga de la LOGSE a algunos nos sirvió para comprender mejor el marco educativo en el que trabajábamos. Todavía recuerdo lo simple que resultaba aquel esquema de: “qué, cómo, cuándo enseñar y qué, cómo, cuándo evaluar” de las cajas rojas y todas las múltiples variables que surgían de esas simples preguntas. Todavía hoy, hay gente que confunde criterios de evaluación con criterios de calificación. No les vendría mal repasar muchos de aquellos conceptos. Las nuevas metodologías: ABP, flipped-classroom, gamificación o la misma enseñanza por competencias, por mencionar algunas, creo que fácilmente pueden tener cabida en cualquier aula de cualquier asignatura, intentando con ello captar no solo la atención del alumno, tan a menudo dispersa, sino su interés y poder despertar su curiosidad “haciendo”. Es cierto que los pedagogos han llenado las librerías de experiencias y teorías sin muchas veces pisar un aula, pero entre tantos, seguro que hay alguno que nos hace reflexionar sobre alguna de las infinitas variables del proceso educativo mejorando nuestras creencias sobre la enseñanza. Creo que no es necesario justificar el papel del orientador y su equipo en un centro, a quienes cada vez se acude más. Y, por último, aunque a veces creo que estamos formando generaciones excesivamente vulnerables ante el fracaso o la frustración, y que sí sería bueno aumentar la disciplina y la exigencia en el aula, no por ello puedo obviar la importancia de que el alumno se desarrolle en un entorno positivo donde cobren importancia las relaciones afectivas.

Toda esta ecléctica postura, toma más sentido en un contexto en el que el alumno debe estar escolarizado hasta los 16 años, edad a la que, nos guste o no, debemos acercarnos con otros elementos más convincentes que el esfuerzo o, siento decirlo, que el conocimiento. Muchos alumnos que viven en entornos difíciles no van a ir a los institutos en busca de ese conocimiento, sino de aprendizajes más prácticos que puedan llegar a aceptar o con los que puedan llegar a vislumbrar un futuro distinto. Es el precio de la obligatoriedad.

En definitiva, me cuesta entender cómo profesionales de la enseñanza, gente formada y con facilidad para la reflexión y el debate, pueden llegar a enrocarse en creencias más tradicionales sin dar una oportunidad a otras nuevas corrientes tan ligadas a la evolución del saber y de las que sin duda podemos aprender.

Que los alumnos no pierdan clase

Leemos durante estos días, opiniones diversas sobre cómo gestionar el final de curso desde el confinamiento, y hay una postura sobre la que me gustaría reflexionar. Se trata de la opinión de Isaac Rosa, que podemos leer en su artículo: El mundo se derrumba, pero que los chavales no pierdan clase". En dicho artículo, el autor enfatiza la incomprensible necesidad de que los alumnos hagan deberes, frente a las terribles consecuencias que la pandemia está dibujando cada día.

Admitiendo los innumerables dramas humanos con los que esta pandemia tan virulenta y destructiva nos castiga diariamente, también debemos considerar que, afortunadamente, hay millones de alumnos que dentro de la extraordinaria situación, han ido perfilando sus rutinas y han conseguido adaptarse a la situación. Además, suelen contar con los medios suficientes para poder establecer el contacto frecuente que les demandan su profesores. Pues bien, ¿no deberían los profesores seguir diseñando tareas para estos alumnos? ¿Son más los perjuicios psicológicos y afectivos, a los que alude el autor, que los beneficios que estas pueden reportar?

Sin entrar a valorar la necesidad de completar temarios o exigir todo lo que a principio de curso se había planificado - creo que está fuera de toda duda la adaptación de los contenidos a las exigencias del distanciamiento - los profesores deben facilitar tareas y actividades que mantengan a sus alumnos académicamente activos, más en unas circunstancias en las que los adolescentes están incrementando, a veces de forma preocupante, su consumo de redes sociales, televisión y videojuegos. Pensemos en el beneficio que la continuidad de sus hábitos de trabajo les aporta y en la necesidad de que sigan leyendo, pensando, memorizando, reflexionando; siendo activos intelectualmente, en definitiva.

Por último, echo de menos que desde las altas instancias educativas se abogue por la continuidad del curso escolar, pero que no se haya hecho nada por solucionar el acceso de miles de estudiantes a la única forma que en estas circunstancias tienen de seguir la rutina del aula, que es facilitándoles tablets u ordenadores y conexión a internet. La autoevaluación es para todos.